Reflexiones en los cuarentas
Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 5, Sep 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
- En ese momento soltó la navaja y pudo ver cómo un hilo de sangre se corrió hasta el pecho. Inmediatamente se metió a bañar y fue el agua tibia que le bajó el hervor de la sangre
Estaba a unos momentos de mis 40 años, con la ansiedad que lleva el cambio de década. No sé si uno le tiene más miedo a la muerte o a la vejez o si la vejez se parece tanto a la muerte que es el preámbulo evitado a como dé lugar. Desde los 36 empecé a hacer algunos planes de vida distintos: Me separé de mi mujer, Vanessa, ella era enfermera en el Centro Médico en la ciudad de México, guapa, atractiva, siete años más chica que yo. Era buena madre de nuestros dos hijos: Leonardo y Adrián, quienes no se percataban de nuestros problemas, ni de nuestra desgaste de la edad. Quizás Adrián, el más chico, de tres años en ese entonces, si sentía un poco los estragos de mi ansiedad, era como algo que me quemaba desde el vientre hasta la cabeza. Por momentos él me tomaba de la mano como si quisiera darme tranquilidad o si quisiera que mi paternidad me pusiera otra vez con los pies en la tierra. Lo lograba por minutos o algunos segundos tal vez y nuevamente regresaba con esas ganas de correr sin rumbo alguno.
Otro de los cambios que hice en mi vida fue el de mandar a volar al gerente de ventas de la empresa de neumáticos donde trabajaba, muy cerca del aeropuerto. Más cuando empezó a entrometerse en mi vida personal y en algunas decisiones de salud. Era justo un lunes cuando llegué a mi cubículo en la empresa y se acercó sigilosamente: “¿ya viste la hora que es, Carlos?” Sí, justamente la estaba viendo; las nueve y trece. Le contesté, sin un gesto de altanería, pero sí con la seriedad necesaria para abordar el tema. “Será que otra vez se te enfermaron los niños y tenemos <<todos>> que pagar tu mala planeación familiar”. En ese momento todo se me nubló y con una fluidez al hablar que no había experimentado le dije: “y usted ya se dio cuenta que tiene la habilidad de convertir una plática rutinaria en una discusión sin sentido, ya se dio cuenta que no tiene respeto por las personas porque se mete hasta en las cosas que no le interesan. Pero bueno, lo único que puedo decir en estos cinco años de usted es que tiene destellos de buena persona, pero es tan estúpido que no deja que esos destellos tintineen sobre usted. En ese momento tomé mis cosas, pocas por cierto. Pasé junto a él como si no existiera. Y caminé por el pasillo con la libertad a cuestas, algo que no se puede cambiar. Días después me mandaron llamar para recoger mi liquidación y mis comisiones del año que tenía pendiente. Con esto abrí mi taller de neumáticos en la colonia Escandón.
Ahora, soltero, sentimental y laboralmente, empecé mi vida. Desde los 36. Pensaba encontrar un mundo distinto al que me había encontrado o que había formado hasta ahora. Y así empecé a salir con mujeres de distintas características: unas románticas, cariñosas que no me las quitaba del teléfono, me escribían con una rapidez, la cual superaba mis pensamientos y por supuesto mis sentimientos. Otras apasionadas, me prendían en la primera cita, pero después, cuando quería decirle algo sobre mi forma de ver la vida, mi forma de pensar o quizás algún bosquejo de sentimiento que empezaba a tomarme, hacía que se alejaran o simplemente les importaba poco y empezaban a utilizar sus manos con esta torpeza generada por la pasión cuando ésta se tiene poco controlada.
El primer año fue magnífico, las nuevas experiencias amorosas, sexuales, los nuevos clientes. Mis aires de “empresario” me dieron un aspecto de frescura a mi vida. Pero después ese aire se empezó a entibiar y después a calentarse y a hacerme sudar.
Me di cuenta que la vida es la misma. Así como la vida tiene un ciclo de nacer, crecer, reproducirse y morir, así lo es en todos sus elementos, el amor, el trabajo, el sexo. Algunos elementos más monótonos que otros, pero todos corren en círculo. Así me veía a mí. Así veía a mis padres. También así veía a Vanessa con su nueva pareja, José Miguel, quienes en un principio mostraban amarse de tal forma que hasta me daba cierto recelo verlos tan acaramelados despedirse de los niños cuando los recogía el fin de semana, pero ahora el trato de él hacia ella era menos atento y ella parecía cada vez más pesarle la mano que siempre le tomaba.
Por momentos parecía que había corrido por un bosque, pasando laderas, brincando arroyos, esquivando algunos animalejos de mi camino, entre la lluvia y el viento fresco y después de toda una tarde perdida, encuentro que estoy en el mismo lugar de donde partí. Así me siento. Y creo, como lo platicaba con Vanessa, que esto de los cuarentas tiene su encanto. Porque seguramente ésta es la edad natural en que los hombres morían cuando no había medicinas ni operaciones, ni algo parecido y por eso hacemos un “corte natural” de nuestra vida al acercarnos a esta edad como me encuentro hoy.
Pero hoy, frente al espejo, rasurándome, pienso en mi pasado, en mi infancia, en todo lo que he aprendido y aquello que seguro dejaré de conocer. Ahora me doy cuenta del error que tenemos los padres al educar. Creamos expectativas infinitas de nuestros hijos, las cuales quedarán siempre muy por encima de la realidad y entonces llegan estos vacíos, nada nos llena. Ninguna personas que haya sido educada como rey le queda bien el puesto de Duque, Conde o cualquier título nobiliario inferior. Así ha pasado conmigo, no lo achaco a mis padres, quizás se lo reprocharía más a mi generación que siempre trajo palabras tan huecas como el éxito, la superación, la competencia y todo lo que tuviera que ver con ser distinto a los demás. Cuando en este momento lo que más quisiera es ser uno más y perderme en el anonimato.
Y sigo pensando, como siempre lo he hecho. Mi vida está más llena de pensamientos y de sentimientos que de vivencias . ¡Y vaya que he vivido!. Pero también me ha merodeado por la cabeza el problema de los hombres de sentirnos el centro del universo, no como especie si no en lo individual. Pero a esta edad te das cuenta que eres uno más. Y que la especie y el mundo sin ti puede seguir adelante.
En ese momento le surgió una vez más la idea de apretar más la navaja de afeitar sobre su cuello. En verdad la vida le empezaba a pesar. Se percató que el amor que podía ofrecer a una mujer, a sus hijos y a sus padres era menor con lo que éstos podían esperar de él. Asimismo, si quitaba su taller, seguro habrá otros 200 en la ciudad de México que darían su servicio y seguramente mucho mejor. Llegó a pensar que en lugar de quitarse la vida se debería ir a provincia donde cualquier tinte de innovación empresarial o amorosa se notaría y le daría ese aire de grandeza que requieren los hombres para mantenerse en el camino. Así se quedó asiendo la navaja con firmeza.
Un silencio complementó el pensamiento de Carlos, mientras terminó de rasurarse. A este silencio un golpeteo en la puerta le quitó la concentración. Toc, toc, “Carlos, apúrate que ya nos están esperando”, era Imelda, su nueva pareja, quien había conocido en el bautizo de la hija de uno de sus amigos de la universidad. Llevaba tres meses con ella y había encontrado una mujer tan neutra que hasta le gustaba. Belleza discreta, buen tono de voz, inteligente y principalmente metódica en su pensar, lo que le ayudaba a ordenar las ideas revueltas de los cuarentas. “Por favor Carlos, apúrate” recuerda que siempre llegamos tarde”.
En ese momento soltó la navaja y pudo ver como un hilo de sangre se corrió hasta el pecho. Inmediatamente se metió a bañar y fue el agua tibia que le bajó el hervor de la sangre. Se calmó. Tomó su ducha y la disfrutó como hace tiempo no lo hacía. En eso recordó la carta que había escrito para el momento de quitarse la vida: “Por favor, no culpen a nadie de mi muerte, porque la muerte de alguien como yo no merece un culpable, sino un valiente y ese valiente quiero ser yo. Me quito la vida porque la vida es un producto que nos han vendido como único e inigualable y es tan parecida a la vida de cualquiera que me quema las manos tenerla y hoy quiero soltarla. Espero me entiendan. A mis padres y a mis hijos, no sufran por mí ausencia. Si piensan sinceramente mi presencia siempre fue poca cosa. Los buenos momentos llévenselos, eso si le será útil recordarlos”.
Así dejó pasar el tiempo. Terminó su baño. Se puso algo en el cuello para disimular su intención. Puso loción en su cuerpo y se vistió con la ropa que Imelda le había acomodado en su cama. Se encaminaron al restaurante donde le celebrarían su cumpleaños, bajó del carro al llegar y de la mano de Imelda entraron. Ahí estaban sus padres, sus hijos, sus dos hermanas, cuñados, sobrinos y muchos amigos. La primera en pararse fue su mamá y le dijo: “Qué guapo está este cuarentón” le plantó un beso que le dejó marcados los labios con el labial rojo quemado que siempre usaba. Con este buen sabor de boca pasó esta velada, con una fiesta de cumpleaños que le daba la bienvenida a su nueva década, con dos tragos encima, una comida exquisita y el cariño de mucha gente que tenía tiempo de no ver. Los minutos se esfumaron entre sus manos.
En la noche al llegar a su casa, fue a su carta. La quiso romper, pero no pudo, la volvió a leer. En verdad sabía que estos buenos momentos son el espejismo de la vida. Lo que nos ata a ella. Se percató que los detalles del día a día nos mantienen aquí unidos. Durmió desnudo, a Imelda quien le tomaba de la mano con un cariño que se percibía. Justo antes de caer rendido, pensó que quizás los cincuentas le dieron el valor de despedirse de esto que le molestaba tanto. Sentirse bien a secas.