El origen del Estado
Francisco Rodríguez martes 28, Abr 2015Índice político
Francisco Rodríguez
Los padres del Estado lo dotaron de un enorme poder. Thomas Hobbes lo imaginó como el monumental monstruo bíblico —formado por todos los seres y nacido de la razón humana—, el mítico Leviatán. En el original, en inglés, Leviathan, or The Matter, Forme and Power of a Common Wealth Ecclesiasticall and Civil. Este constructo formaba parte de las ideas de una generación iconoclasta, en la que militaban sus amigos, Descartes, padre del racionalismo, y Galileo, verdugo de todas las creencias de la física sobre la Tierra como centro universal.
Ciento cincuenta años antes, el gran florentino Maquiavelo, encarcelado por los Médici, redactaba El Príncipe, y en el “Discurso Moral” decía que “el bien supremo no es ya la virtud, la felicidad o el placer del hombre, sino la fuerza y el poder del Estado”.
En la médula de toda la masa crítica de ese pensamiento se encuentra la destrucción de las ideas medievales y la confección del Estado moderno como articulador de las necesidades humanas para vivir en libertad. Faltaba la coronación. En 1926, también desde las bartolinas fascistas, que debían impedirle a su cerebro funcionar, Antonio Gramsci redactó los Cuadernos de la Cárcel, obra en la que afirma que el Estado tiene el monopolio legítimo de la violencia.
La grandeza del Estado había quedado diseñada, asumida y aceptada.
Gracias a esa armazón ideológica proporcionada por sus padres fundadores, el Estado afrontó los problemas del inicio del siglo XX, con gran capacidad y maestría. Resultó triunfante.
Así fue como pudo conducir los enormes programas de pleno empleo contra el avance del hambre y la miseria, y en favor del Estado de bienestar para superar la Gran Depresión, causada por el espejismo del auge bursátil.
Asimismo, acopló los planteamientos de la legislación alemana de 1880, sublimados y mejorados por los teóricos laboristas europeos de principios del siglo XX. Generó economías de escala, abarrotadas de cadenas productivas.
Vernácula concepción del Estado
Pero eso sucedió en los países serios. En contraparte, las experiencias latinoamericanas resultaron formas de pretender ser nacionalistas ante el acoso del jefe imperial; maneras de esconder la falta de ideas para resolver la pobreza; planteamientos mínimos para tratar de redistribuir el ingreso.
De allí nunca pasaron. El nacionalismo revolucionario que pregonaba como condición la rectoría e intervención del Estado en las ramas decisivas, bosquejado en constituciones de avanzada, vivió momentos estelares, desgraciadamente aislados y esporádicos.
Apoyados en la “sustitución de importaciones” y embarcados en buscar las “ventajas comparativas” que ofrecían los mercados, sólo se consolidaron diferencias abismales entre potencias industriales y países agrícolas.
Se diseñaron perfectamente zonas de influencia y hegemonía, términos desfavorables de intercambio comercial y una nueva óptica de división internacional del trabajo, que demostró la cabal ausencia de solidaridad proletaria internacional.
El oso total del Estado. Jamás vimos pasar el tren de la oportunidad, menos pretender subirnos, aunque fuera al cabús. El enorme aparato ideológico de que había sido dotado el aparato promotor del bienestar, para nosotros siempre fue una quimera.
Luchamos a brazo partido para ignorar sus motivaciones y alcances. Poco a poco, el enorme Estado quedó reducido a funciones de estricta seguridad y resguardo del orden público. Cuando mucho, a tratar de garantizar mínimos de bienestar para la población. Pero eso ya era mucho.
Nos solazamos recordando el planteamiento surgido de los filósofos jonios, de que el mayor órgano rector de la convivencia debía quedar reducido a las funciones de seguridad. Todos estábamos felices con el planteamiento “atrevido” de la munificencia helénica.
Aún así, nunca pudimos hacer una clara diferencia entre la seguridad pública, la mínima que necesitábamos para convivir entre nosotros, y la seguridad nacional, aquélla de la que dependía la sobrevivencia misma, la que nos confrontaba en el terreno geopolítico de la realidad.
Primera obligación: seguridad
En las últimas décadas he conocido a varios personajes que se arrogaron la conducción del Estado en esos menesteres. Nadie hizo nada. Auténticos titanes y leyendas de la seguridad hicieron creer que tenían todo bajo control… y no fue cierto.
Nadie rozó siquiera el concepto. Todos se dedicaron a “nadar de a muertito” ante la avalancha de “cañonazos”, moches y el trasiego de las enormes influencias y aparatos que ubicaron en su cresta a empresarios rurales de clase mundial, capaces de controlar mercados en los cinco continentes.
Todos han colaborado a que ninguna institución o dependencia de cualquier nivel del gobierno sepa con exactitud en materia de seguridad, a qué y para qué se aplica; por qué o para qué o quién trabaja. Vamos, para qué existe.
Se ha caído en el ridículo de pensar que una institución es más efectiva en cuanto mejor combate la criminalidad con métodos policíacos, archivos, identidades, huellas dactilares, currícula de criminales. En el mejor escenario, procesarlos, recluirlos… ¿y luego qué? ¿Queremos llegar a una sociedad punitiva? ¿O simplemente queremos la paz social y el desarrollo económico con justicia? La pregunta obliga a un análisis serio, porque los encargados de los dos niveles de seguridad no están aconsejados en términos de proyectos de gran visión ni de sobrevivencia en el mundo actual.
Son preguntas que tienen un rango de especialización analítica, de concatenación y jerarquía de conceptos que jamás podrán hacerse individuos acostumbrados a operar con criterios policiales muy respetables, pero inmediatistas y estériles.
En la nueva definición de la seguridad nacional tendrán que sopesarse fenómenos como la desintegración del Estado, la intromisión real de agencias externas, los desplazamientos violentos de la población, el estado lamentable de la educación, la pulverización familiar, el desempleo y la miseria.
Parece mentira que a estas alturas del partido, todavía estemos ocupándonos de hablar de estas cosas.
Urge una actitud valiente del Estado sobre la política global contra las drogas. Una especie de respuesta a la Ley Volstead —que prohibió el alcohol en 1919, con las distorsiones conocidas— que reposicione al poder público, como única oportunidad de sobrevivir.
Índice Flamígero: El IMSS tiene varios equipos médicos de los catalogados de soporte de vida, los cuales actualmente se encuentran sin usar, debido a falta de mantenimiento desde hace ya más de tres años. Son equipos costosos, por los cuales, incluso, anteriores funcionarios ya recibieron su mochada. Pero se están devaluando y echando a perder, mientras que cientos, miles de asegurados claman por sus servicios. ¿Quién es el responsable? Pues un tal Carlos Gracia Nava, dizque coordinador de Conservación (?) y Servicios Generales y claro, su jefe, José Antonio González Anaya, director general del IMSS. Ambos tienen sobre sus escritorios las carpetas de mantenimiento que hace dos años les heredó Enrique Espinoza —a quien por cierto corrió González Anaya ¡¡¡porque se dedicaba sólo hacer negocios junto con su jefe Jesús Antonio Berumen Preciado!!! ¿Y sabe usted por qué no dan el mantenimiento a tan costosos equipos? Pues porque piden a los proveedores el 12% del contrato, mientras que estos sólo ofrecen el 8%. Y en el regateo, muchos asegurados y beneficiarios del Instituto –al que sostienen con sus cuotas— ¡pierden la vida! Criminales, amén de vulgares rateros, ¿o no?