Microcosmos
Opinión miércoles 13, Dic 2023Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
Entre los aparentemente infinitos escenarios que se pueden dar como experiencia vivencial de un individuo se gesta una inabarcable diversidad de subjetividades que son en sí mismas completas y absolutas. Son cosmos privados con los que hacemos sentido del Universo o con los que, simplemente, navegamos una siempre incógnita realidad.
Microcosmos, dirán algunos; pequeñas realidades absolutas que se convierten en los hábitats naturales de las cotidianidades. Microcosmos que albergan con nombre de normalidad aquello que para algunos es inconcebible o incomprensible. Microcosmos que suceden de acuerdo a un individuo y su ser-en-el-mundo.
Con la compleja simpleza de la naturalidad, la galardonada película de Lila Avilés, Tótem, da vida desde la ficción a una historia que se siente brutalmente real. Casi documental y con una puesta en escena que se confunde con la vida, la película sigue a una pequeña de siete años, Sol, mientras pasa el día en casa de sus abuelos donde sus tías preparan una fiesta sorpresa para su padre.
Tonatiuh, padre de Sol, vive los sombríos y pesados días de una enfermedad crónica; a su alrededor todo es caos contenido, confusión, sentimientos inexpresados y estrés. El estrés de vivir con un familiar en un estado de salud persistentemente grave.
En ese microcosmos, Sol construye y vive una cotidianidad. La cotidianidad de una niña inteligente, curiosa, reservada, atenta y que se queda al fondo de una dinámica harto complicada. Una niña que desea, simplemente, ver a su padre en el día de su cumpleaños y, en sus propias palabras, “que no se muera mi papá”.
La película de Avilés brilla por una aparente sobriedad y una aparente naturalidad que, sin embargo, está construida sobre fuertes cimientos de planeación cinematográfica y de guion. Una representación que, desde la ficción, recrea la realidad con una intimidad y una patencia impactante.
Impactante por verosímil, por sutilmente cruda, por incierta —como la vida misma— y, al mismo tiempo, por totémica. Por ser una representación construida como un sólido bloque de existencia puesta en escena. Por ser una rebanada de vida sacada de un ejercicio artístico sincero.
Para mí fue inevitable ver Tótem y no proyectar en ella mi propia experiencia con una madre en un estado de salud crónico. En el sentimiento de olvido, de insignificancia y de inutilidad que me provocaba, en mi adolescencia, el percibir en el día a día una realidad grave en la que sentía que yo no tenía mucho por ofrecer.
Los días en los que fragüé una soledad muy íntima, muy mía. Una soledad sin la que hoy no me entendería. Una soledad necesaria para dar luz a mi yo filosófico.
La soledad desesperada, preocupada pero silenciosa de una niña —o un joven— que se enfrenta gradualmente a la realidad de la muerte y a la realidad de la fragilidad de la existencia.
Una rebanada de vida —desde mis ojos, una rebanada de mi vida— que sólo puede tener un final. Un final transformador, desmoronador y un final desde el cual nada volvería a ser lo mismo nunca jamás.
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