La obligación de ser feliz
Opinión miércoles 18, Ene 2023Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- “Smile” o “Sonríe” es una película de terror bien lograda
Como un rasgo pre-cultural, instintivo y primitivo, la sonrisa en los seres humanos se vincula automáticamente con sentimientos de satisfacción, placer e, incluso —en una extrapolación un poco más lejana—, felicidad. En los animales, por su parte, la presentación de los dientes frontales y los gestos que suelen interpretarse como “sonrisas” son, en realidad, evidencias de ansiedad, nerviosismo y, en general, un gesto amenazante que busca advertir a otros animales de un límite individual que está próximo a ser transgredido y que, en consecuencia, detonará una acción violenta.
Si bien en los seres humanos una sonrisa también puede reflejar ansiedad o nerviosismo, los usos de este gesto facial para nuestra especie están vinculados con la sociabilidad. Con crear una imagen de afabilidad, amabilidad o accesibilidad que pueda favorecer un vínculo de simpatía y, en consecuencia, una mejor disponibilidad para la colaboración, la convivencia y la afinidad.
En resumen, la sonrisa es instintiva, social y culturalmente una herramienta de acceso al mundo de nuestro gregarismo. Una herramienta pre-humana que nos permite vincularnos con otros miembros de nuestra especie y que establece una primera señal pacífica que contribuye a la impresión de una buena disposición para la interacción humana.
De ahí que la premisa general del film de horror psicológico Smile o Sonríe resulte tan ingeniosa al desplazar este gesto animal-social que ejercemos de un campo semántico convencional —positivo, ligado con la felicidad, la alegría y la bondad— hacia un campo semántico horrífico y profundamente ligado con el trauma y la salud mental.
La trama de la película sigue a la psicoterapeuta Rose Cotter, una mujer que de niña tuvo que atestiguar los últimos suspiros de su madre suicida y que años después deberá revivir el horror cuando una paciente se quite la vida frente a ella de manera inexplicable. El terrible episodio desencadenará en Rose una serie de experiencias aparentemente sobrenaturales que transitarán en la confusión de Cotter para dilucidar si lo que tiene frente a sí es una maldición extrahumana o, simplemente, la evidencia de una mente trastornada, fragmentada e inestable.
Las bizarras experiencias de Rose consistirán en las clásicas apariciones de entes sobrenaturales o en las presencias de personas ya fallecidas, empero, estas tendrán como característica un marcador clarísimo: la aparición de una sonrisa en los rostros de las personas que le rodean.
Así, Rose se sumergirá en una espiral de experiencias inexplicables e incomunicables que la aislarán de sus seres más cercanos. Quedará envuelta en la dinámica aprisionadora de un ente que “usa las caras de los demás como máscaras” para presentarse con una perturbadora sonrisa. Convirtiendo —para Cotter y para el espectador— uno de los gestos más agradables de la animalidad humana en un marcador de tensión y terror.
En lo técnico, Smile es una película de terror bien lograda que echa mano de recursos clásicos del género de maneras refrescantes. Así, por ejemplo, su musicalización descansa en un preciso uso de los semitonos que magnifica la experiencia y la sensación de que algo inusual está pasando mientras vemos la cinta.
Sus jump scares o sustos serán tan estridentes y sorpresivos como cualesquiera que se vean en películas de terror, sin embargo, tendrán la gracia de ser desarrollados a un paso paulatino y postergado que sembrará la premisa de un sobresalto pero que no cobrará su remate inmediatamente después —como se suele hacer en el género— sino que aguardará un poco más para detonar y, con ello, maximizar la experiencia del grito pasajero provocado por un buen espanto.
Finalmente, la estética propia de la cinta jugará con los encuadres de sus personajes y con las tomas de sus entornos para transmitir una persistente sensación de desazón. Todo siempre aparentemente en orden pero caóticamente desajustado; todo muy preciso pero a la vez desfasado y descolocado en los detalles. Sumará, por supuesto, un excelente uso de imágenes inquietantes e incómodas que completarán la consistencia de un entorno frío, sufrido y desesperante.
En lo argumental, la película se ha leído mayormente en la clave de una representación del trauma. Así como sucede con quienes han experimentado hechos atroces o graves que resultan indelebles para la mente y el corazón, así sucede con el ente que persigue a Rose en Sonríe. Un monstruo que se hace presente en las vidas de sus víctimas hasta que éstas se encargan de provocar un nuevo trauma en una víctima más; una especie de virus moral contagiado a través de la muerte, la violencia y el terror.
Pero existe una lectura más para este film que corre en paralelo con este argumento sobre el trauma: la experiencia de quien lidia con su salud mental frente a la exigencia social de ser feliz.
Juzgando las experiencias de Rose como el efecto de un profundo desequilibrio mental, Smile se revela como la película de una mujer afligida y torturada por el dolor que la ha acompañado durante toda su vida. Se revela como la historia de una psicoterapeuta presa de sus experiencias vivenciales pero, también, presa de los estragos que van dejando en el carácter años y años de historias crudas, violentas y llenas de dolor. Años de ser el oído acucioso del trauma ajeno.
Desde estos ojos, entonces, la sonrisa que instintiva, social y culturalmente hemos erigido como ideal de plenitud humana se convierte en una amenazante imposibilidad: ¿cómo se puede ser feliz en un mundo tan hostil?¿cómo se le puede sonreír al trauma severo? ¿cómo se puede poner “buena cara” a la desgracia humana?
Desde este ángulo, el desplazamiento semántico que logra Smile brilla con mucho más fuerza porque revela que esas sonrisas que llenan los comerciales, las cajas de cereales, los juegos de mesa, las películas y los programas de televisión pueden no ser más que una máscara aterradora para quien se sabe negado a una experiencia perpetua de felicidad exultante.
Revelan la tiránica imposición que puede establecer un modelo existencial irrealizable: el modelo de la felicidad perpetua. El modelo que obvia el dolor, la neutralidad y la insatisfacción que componen la cotidianidad humana. El modelo instigado que nos culpabiliza por no ser felices.
Desde los primeros días de la reflexión filosófica la felicidad ha sido un tema de amplísima y complejísima discusión: algunos la han acercado a la ética, otros la han entendido como el mero cumplimiento de la voluntad, unos más la han entendido como ataraxia o no perturbabilidad y algunos más hasta han sido absolutos escépticos de su existencia.
La realidad es que, desde el rigor filosófico, la felicidad sólo ha sido entendida en los términos de un estado de ánimo o un estado de existencia permanente en contextos supraterrenales, utópicos o como juicios a posteriori sobre el devenir de una vida completa.
La noción mercantilista de que la felicidad es un estado de existencia alcanzable y sostenible corresponde sólo al mundo moderno. Al mundo de consumo y de la ensoñación positivista que construye la búsqueda de la felicidad como una responsabilidad inexorable. Al mundo del idealismo materialista que niega la posibilidad de que hayamos nacido para simplemente vivir —con los vaivenes que eso implica: días buenos, días malos y, en general, un constante sentido de neutralidad más que una experiencia interminable de inagotable felicidad. Al mundo del pensamiento positivo y del optimismo burdo que erige la tiranía de la felicidad como una obligación irrenunciable.
Claro que todos buscamos ser felices en la medida de nuestras posibilidades. Claro que, si pudiéramos elegir, buscaríamos mantenernos en ese estado de ánimo de manera perpetua. Pero pensar que eso es realizable desde la absoluta materialidad es un despropósito. Porque la felicidad perpetua prescindiría de la variabilidad de la vida, de las sorpresas que nos pone al frente; prescindiría de la espontaneidad de un día cualquiera que puede llevarnos a las experiencias más atroces pero, también, a las más maravillosas; prescindiría de la conciencia de que nuestros deseos y nuestra realidad no siempre se pueden alinear: que la vida a veces simplemente no nos da lo que queremos.
Ante la cruda realidad de que la felicidad perpetua es insostenible en nuestra vida concreta e imperfecta sólo hay dos caminos: el fingimiento o el autoengaño. O bien nos convertimos en auténticos actores y actrices de nuestra propia vida interpretando un papel: usando de facto una máscara con una falsa sonrisa pintada. O bien ponemos todas nuestras fuerzas en inventar la perfección allí donde es imposible que exista.
Y es ahí donde la tiranía de la sonrisa, de la falsa felicidad o de la felicidad autoindulgente resulta terrorífica. Es ahí donde quien se sabe constantemente afligido no puede más que ver con horror a esos que hacen parecer posible lo irrealizable. Es ahí donde un mundo rodeado de seres “felices” se convierte en la señal más clara del rechazo cultural, social y de especie humana. Es ahí donde el aislamiento que provocan las enfermedades mentales se acentúa y se exacerba. Es ahí donde una sonrisa es lo más aterrador que alguien puede ver.
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