El último trago
Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 29, Ago 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
- Seguí leyendo y me dio escalofrío pensar en el amor y sentir la muerte. Percibir el aroma de la loción de Ricardo, junto con el olor a hierro de la sangre que dejó huella entre mis manos
Había insistido durante mucho tiempo para que comiéramos en aquel restaurante de la colonia Roma, en la avenida Durango en el Distrito Federal. No quería hacerlo, lo había evadido hasta ese día. Siempre supe que había una atracción mutua. Él era mi complemento, Ricardo Juárez Hernández, alegre en mis momentos de melancolía. Directo en sus conversaciones cuando yo quería esconder mi persona y mis frustraciones, enamoradizo cuando yo había perdido toda esperanza sobre el amor y sobre todo echaba a volar la imaginación cuando la razón y la desesperación de una psicosis latente se acercaban a mí.
Traté de evadir sus conversaciones cada vez más atrevidas, hacía el esfuerzo de no poner una sonrisa en mis labios cuando recibía sus mensajes en el celular. Menos cuando Alberto, mi marido, se encontraba junto a mí. Sin embargo, fue cuando Alberto empezó a llegar tarde a la casa, aventando su ropa, azotando la puerta, queriendo coger a la fuerza con el aliento y el olor de su sudor al alcohol que había tomado; cuando empecé a ver a Ricardo distinto, más sensual. Gesticulaba y movía las manos como queriendo acariciar al viento y por ahí a mí. Eso me empezó a poner nerviosa. Saber que el matrimonio tiene un límite y yo estaba muy cerca de él. Más con los acercamientos sexuales de los últimos días, donde Alberto, sólo entraba y así por la misma puerta (la de la casa y la de mis piernas) se iba.
Fue así que llegué con muchas dudas. Parecía que entre los dos había una orden del día que seguíamos a la perfección. Primero el beso en la mejilla un poco pegado a la boca, lo cual recibí con un estremecimiento que traté de esconder, luego la plática otra vez sobre la vida, sobre el clima, sobre todo aquello banal que nos atrapa cuando no queremos saber de los pensamientos y los sentimientos. Y pedimos algo para tomar, un mezcal y dos tequilas. La plática seguía y por momentos olvidé la sangre que un día anterior tenía en mis manos. Olvidé el odio, soslayé el miedo a ser delatada, a tener que dar una explicación a mi hija, Valentina, de cinco años… “mira Valentina, cuando seas grande conocerás el odio a un hombre que toca cierta partes de tu cuerpo, y si ese hombre te ignoraba el odio es un poco mayor. No me juzgues por haberle quitado la vida a tu padre. Creo que te hice y me hice un favor. Además puedes estar tranquila que sólo quise desaparecerlo de mi vista, nunca quise verlo sufrir. Entonces su muerte fue instantánea”. Fueron algunas palabras más que complementaron el discurso hacia Valentina, tuve la necesidad de seguir en mi vida después de haber arrebatado la de Alberto y una pequeña parte de ella. De manera repentina, Ricardo me arrebató el sentimiento y el pensamiento de mi mente para decirme: “Lucía, ¿qué te sucede? Tienes cara de muerta. ¿ya te viste esas ojeras?. “No tengo nada, contesté. Sólo que la paz de este lugar y de tu compañía me recuerda un poco la tranquilidad que no sentía desde mi infancia. La cara de muerta seguro es porque, cuando uno siente después de mucho tiempo la felicidad, seguro estará más cerca de morir que de la vida. Pero continúa me encanta que me platiques de tu día. Tienes una forma de hablar que persuades hasta al silencio…”.
Así pasaron algunos momentos. Quizás pasaron varias vidas en la mesa del restaurante. Y quizás vivimos la eternidad en todas las vidas de los comensales. Algunos reían, otros sollozaban en un mesa lejana, mientras otros jugaban a tocarse debajo de la mesa. Me inspiró a acercarme a Ricardo. Pero fue tan despistado que nos se percató de mi humedad bajo la ropa interior y me dijo: “Lucía… quería decirte esto, en algún otro momento, pero para qué esperar si más adelante también existen pretextos para no hacerlo… soy malo para conquistar, pero bueno para ser sincero”. Extendió un papel en mis manos, el cual tomó en la bolsa interna de su chaqueta. Noté que los ojos le brillaron y también me percaté de una ligera vibración de la mano derecha como un “tic” nervioso.
Léelo es algo par ti que ya no me pertenece”. Desdoblé de manera rápida el papel y leí junto al oído de Ricardo:
“Te he querido tomar pero no he podido
he querido conquistarte al verte a los ojos
Hoy quiero decidir por tus besos todos
Hacer la amistad, de nuestro amor el nido.
Pasaron años para dar el paso firme
Frente a ti lo reitero sin duda alguna
Ámame sin culpa mujer, hazte una
Justo en el instante, antes de irme.
Si tienes otro plan muy lejos del mío
Acércate a mi oído y dímelo sin dolor,
Quizás el tiempo logre unir el camino
De un beso al cariño y después el amor…”
Seguí leyendo y me dio escalofrío pensar en el amor y sentir la muerte. Percibir el aroma de la loción de Ricardo, junto con el olor a hierro de la sangre que dejó huella entre mis manos. Recuerdo los ojos de Alberto viendo como se desangraba con el sentimiento de inferioridad que deja el desvanecimiento de la vida. Me apretó la mano con un odio que concentraba el amor, el perdón, el descaro y la clara pretensión de hacerme daño. Yo sonreí y vi como se alejaba mi dolor. “Al fin llegarás al lugar donde nunca debiste haber salido” le dije a los ojos y claramente noté miedo en su cara. Eso me hizo sentir grande, poderosa, amada, querida y fue con esos ojos del día anterior con los que veía ahora el amor de Ricardo. Quien sin percatarme posaba sus labios, junto a los míos y su mano husmeaba mi pierna, debajo de la falda.
Me sentí mujer, amada, por primera vez. Sentí el desperdicio de mi vida y ahora la tristeza me embargaba por Valentina, como explicarle que no tuve capacidad de darle un padre honorable y sólo pude conseguirle “eso”.
Cuando todos los sentimientos llegaron y la cabeza empezó a perderse entre ideas y suposiciones, tuve la intención de hacerle el amor a Ricardo, de tomar sus manos y escuchar, ahora de sus labios, los poemas que había escrito desde hace algunos años para mí. Pero Ricardo llevaba otro camino, siempre distraído, siempre ensimismado en sus emociones y no me permitió proponerle sutilmente mi sentimiento y mi ansia de él y me dijo: “te quedaste muy seria. Pero no me contestes. Sólo quería dar un paso hacia ti. En verdad no quería llegar a lugar alguno. He sentido el amor y aquí está junto a ti, para ti.” Esperaba algún roce erótico de sus manos en mis labios, en mi espalda, pero no. Pagó la cuenta y con gentileza me tomó del brazo y nos encaminamos en su vehículo hacía mi casa, en el norte de la ciudad de México. Se hizo un silencio agradable como dando el espacio de pensar. Él en mí y yo en la muerte, en el amor, en mi libertad, en Valentina, en todo lo que las mujeres pensamos con una velocidad impetuosa.
Cinco minutos antes de llegar a mi casa le dije: “Déjame unas cuadras antes, no me gustaría que me vieran llegar contigo”. Con un beso tierno me despidió y bajé en el sitio de taxis, tomé el primero que estaba en la fila. Me dejó a una cuadra de mi casa. Bajé y caminé, abrí la puerta, el aroma del hierro se había transformado en un olor pestilente. No tuve precaución de dejar las huellas de mis zapatos en el batidero del suelo, tomé un vaso y me serví el último tequila. En mi mente di gracias a mi madre por haber cuidado a Valentina esa noche.
Puse un poco de música en mi iPad, era música mexicana, de esa nostálgica, con guitarras y violines. Tenía de frente lo que quedaba de Alberto..
Lo vi a los ojos, di un sorbo al tequila. Volví a abrir el poema de Ricardo y leí las últimas líneas:
Y si te vas para siempre
Ten mi recuerdo contigo
Te irás si lo quieres
Toma mis brazos de abrigo
Inmediatamente sentí cómo sus brazos y el tequila tomaban mi cuerpo y me reconfortaban. Nuevamente los ojos de Alberto me veían y le dije: “Me podría culpar de tu muerte pero no es necesario. Ahora me voy yo, espero no encontrarte, si no, no valdría la pena lo que he hecho. Así tomé las pastillas que había conseguido días atrás y me las tomé con el último trago de tequila”.
Tuve poco de tiempo para morir, sólo escribí en el celular el último mensaje: “Ricardo, sentí tus brazos, te recordaré… siempre fuiste lo que quise. Un beso”. No sé si llegó, pero me dio valor para cerrar los ojos e irme.